viernes, 31 de diciembre de 2010

“¿Se puede llegar a querer tanto a una persona como para “olvidar” quince años?
Con el tiempo, he aprendido que sí.”

Nuestros años de amistad pasaron en seguida. Al principio, ni siquiera se podía definir amistad la nuestra.
Después, comenzaron los ensayos de guitarra; tocábamos juntos y hablábamos demasiado. Llegó el día en el que nos besamos. Mi Slammer y 15 años nos separaban.
Tras esta época de verano y felicidad, llegó otra en la que nos alejamos. Estudiaba 3º de ESO mientras él se las arreglaba para aprobar derecho.

Los dos le daban demasiada importancia al tema de la edad, pero acabaron dándose cuenta de que lo que importaba realmente.
Compartían gustos; a menudo, escuchaban música juntos o iban a pasear cerca del río.
Ella, a su corta edad, hablaba como un adulto, y él la oía encantado.
Ana tenía el pelo largo de un color castaño oscuro. Sus ojos brillaban como dos lunas verdes, y tenía la piel tan blanca como el pan.

martes, 14 de diciembre de 2010

Esa mañana de domingo había vuelto a la casa abandonada. Cambiaron muchas cosas desde la última vez, cerca de agosto. El “bosque del norte” había desaparecido por completo, y el camino que lleva a las rocas había mejorado notablemente. Por lo demás...

***

Cada vez resultaba más complicado ascender con unas ruedas tan desgastadas. Hace unas horas estaba lloviendo, por lo que las rocas estaban completamente mojadas. Tras una curva muy cerrada a la derecha, pude observar mi “pequeño” tesoro. Una casa abandonada a los pies del Atlántico, entre las rocas del mar y del monte.

***

Llegué a mi casa, dejé la bici en el garaje y subí a mi cuarto.

Entré en mi habitación con la toalla puesta dejando una hilera de gotas de agua por el pasillo. Me senté en un borde de la cama y cogí la cámara para ver las fotos que había sacado: una flor silvestre, una ola rompiendo contra una roca, un cielo gris con nubes blancas, la casa,...
Me paré en la foto del chalé a medio construir y me fijé en una de las ventanas. Había algo extraño... Intenté ampliar la imagen del alféizar de una de las ventanas del tercer piso, pero se veía demasiado borrosa. Aún así, se distinguía una silueta... Era como un muñeco... un muñeco de trapo de color rojo...

domingo, 5 de diciembre de 2010

23.05.2003~Adoro esa brisa primaveral mientras merendamos en los recreos.
He ido con los chicos hasta el río. Estuvimos explorando hasta las siete porque Mario tenía entreno de fútbol. Hemos encontrado un camino que lleva a alguna finca, posiblemente. Intentamos seguirlo, pero en cierto punto, había un cartel que ponía "Propiedad privada", seguido de una verja que rodeaba el lugar al que queríamos acceder. Sólo veíamos árboles tras las débiles varillas de hierro oxidado. Intentamos romper una de ellas con una piedra, pero no hemos sido capaces. Mañana probaremos a cortarlas con un alicate.
A las ocho menos diez llegamos al parque, tras haber estado vagabundeando por ahí. Laura, Víctor y yo nos hemos quedado en el parque, charlando.

24.05.2003~¡Hemos logrado entrar en la finca!
Hoy volvimos al lugar de ayer, cerca del arroyo de verano, y tras forcejear con la valla, hemos conseguido entrar.
La finca está prácticamente vacía. Es cuadrada, y tiene muchos árboles. Al sudeste hay un gran invernadero, que resulta demasiado terrorífico como para acercarse a él.
Fui a la habitación de mi hermano y me descalcé. Subí del todo la persiana y me tumbé en la cama. Cogí mi mp4 y busqué la carpeta de mi grupo favorito desde hace casi diez años. Apoyé los pies en la ventana observando cómo árboles, ramas y hojas bailaban con el viento mientras, de fondo, nubes blancas iban y venían.
Desde luego, qué poco cuesta ser feliz.

viernes, 3 de diciembre de 2010


Las luces del día se apagaban lentamente. Un cielo azul intenso cubría la ciudad.
-Es hora de irse -dijo ella tras levantarse de un salto. Él hizo lo mismo y se puso a su lado.
Caminaron de la mano a lo largo del paseo y, al llegar a las escaleras, se cogieron de las manos y se besaron.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Allí donde los coches mueren.


Está lleno de automóviles que cuentan historias.. Es el cementerio de coches, donde huele a inspiración...

lunes, 22 de noviembre de 2010

Aquella niña no tenía la habilidad de crear los vestidos más bonitos del reino, ni de hacer cuentas de matemáticas a la velocidad de la luz. Pero con tinta en pluma y pluma en mano, era capaz de escribir los versos más tiernos que jamás se habían leído. Transformaba palabras, simples palabras, en historias que narraban cosas irreales, describían reinos que no existían y contaban todo lo que se podía imaginar.
Aquella niña escribía porque le gustaba, por simple placer, por poder expresar lo que los ojos no pueden ver, lo que el cerebro no puede imaginar.
Las palabras eran su vida.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Veinte de noviembre

Aquel veinte de noviembre cumplía dieciséis años. Mis padres se habían ido una semana de vacaciones, y era sábado, por lo que no había colegio. Por la tarde habíamos ido al cine, y después de cenar unas pizzas, nos fuimos los cuatro a mi habitación. Estuvimos jugando a las cartas y hablando hasta las cuatro y media de la mañana. Unos treinta minutos después de apagar las luces, se empezaron a escuchar susurros.
Sujeté por los hombros a Dani, el chico con el que había compartido los momentos más intensos y felices de mi vida.
-Eh... ¿Lo has oído? –susurré.
-Serán Vic y Lau. Ya me entiendes, la tontería de los enamorados –sonrió y jugó con mi pelo.
-Ams...
-No te preocupes, boba. Anda, ven aquí –levantó la manta y me arrimé a él- ¡Estás helada!
-Sí, pero ya no lo voy a estar... –sonreí y me cogió la mano.

La radio-despertador marcaba las 6.25 con una lucecita intermitente. Noté la respiración cercana e irregular de Dani. Me acarició la cara y me preguntó:
-¿No puedes dormir?
-No...
-Yo tampoco. Vámonos –apartó la manta e hizo ademán de levantarse.
-¿Estás loco? ¿A dónde?
-No sé. Vamos afuera.

sábado, 11 de septiembre de 2010

El cuento que escribí con siete años, ahora en castellano

Era un día muy nublado a finales de invierno.
-Me temo que no voy a poder ir al puerto con los amigos -dijo mirando al cielo-. Aunque ahora no llueve seguro que dentro de n rato va a caer una buena...
-No creas. Por mí puedes ir siempre que vuelvas antes de las ocho y media, ya sabes. Además, creo que no lloverá. Solo es niebla.
-Pues si tu lo dices, abuelita, te creeré. ¡Caramelito, podemos ir a pasear al puerto! -el perro dio saltos de alegría por la buena noticia de su ama.


Eran las cuatro y cuarto cuando Sara puso el perro encima de la cestita que llevaba en su bicicleta. Melito movía mucho el rabo: era señal de que estaba muy contento por ir a pasear con su ama. Casi todas las tardes iban a jugar y a correr al puerto. Allí estaban los compañeros de clase de Sara.
La niña separó los pies de los pedales cuando iba cuesta abajo, hacia el puerto.
El puerto era el lugar favorito de todos los niños. Todas las tardes de primavera iban a jugar al parque. Estaba al norte del puerto. Llevaba aquel lugar tanto tiempo siendo su punto de encuentro, que era como una segunda casa. Hasta habían construído una cabaña entre las rocas. El muro norte, que protegía a los barcos del fuerte oleaje, estaba pintado por los alumnos de todos los colegios cercanos, de color azul y verde. El muro oeste, en cambio, quedó de color gris, del cemento. Aquella era una zona peligrosa, ya que las olas rompían con tanta fuerza que ascendían un par de metros por encima del muro.
Sara llegó al parque, pero no había nadie. Decidió dar una vuelta por el paseo, por si estaban en la playa o en la fuente, pero ambos lugares estaban vacíos. Sara nunca viera el puerto tan vacío. Los marineros estaban recogiendo los barcos. Sara escuchó la conversación entre dos viejos lobos de mar:
-¡Ay! La gente se preocupa demasiado. Las previsiones del tiempo anuncian una graaaan tormenta, pero me parece que no va a ser tanta cosa como dicen.
-¡Ya! Que tormenta ni que caracolas...


Sara se olvidara del perro, y ahora estaba chillando como un pájaro.
-¡Caramelito, lo siento! Me olvidara de ti... -Dijo Sara, abriendo la cestita y cogiendo al perro.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Un cuento de cuando tenía siete años.

Era un día moi nuboso de finais de inverno.
- Témeme que hoxe non poderei ir ó porto cos amigos -dixo mirando ó ceo- Aínda que agora non chove, paréceme que nun chisco vai caer unha boa.
- Non te creas; por min podes ir sempre que veñas antes das oito e media, xa o sabes. Amais, creo que non vai a chover. Só é néboa.
- Pois se ti o dis, avoíña, crereite. Meu Carameliño, podemos ir a pasear ó porto!-o can deu saltos de alegría pola boa noticia da súa ama.
Eran as catro e cuarto cando Sara puxo o can enriba da cestiña que levaba na súa bicicleta. Meliño movía moito o rabo: era sinal de que estaba moi ledo por ir pasear coa súa ama. Case todas as tardes iban  xogar e correr ao porto. Alí  estaban os compañeiros da clase de Sara.
A rapaza botou a andar sobre a bicicleta costa abaixo, cara o porto.
O porto era o lugar favorito de todos os rapaces. Tódalas tardes de primavera ían xogar ó parque, que estaba no norte do porto. Levaba aquel lugar tanto tempo sendo o seu punto de encontro, que xa fixeran unha cabana entre unhas rochas. O muro norte, que protexía ós barcos do porto do forte vento do norte, estaba pintado polos rapaces dos colexios. Pintábano tódolos anos en cores azuis e verdes. O muro do oeste, en cambio, quedara ca cor do cemento. Aquela era unha zona perigosa, xa que as ondas rompían con tanta forza que ascendían un par de metros por riba do muro.
Sara chegou ó parque, pero non estaban alí os seus amigos. Decidiu dar unha volta polo paseo, por se estaban na praia ou na fonte, mais alí non había ninguén. Sara nunca vira o porto tan baleiro. Os mariñeiros estaban recollendo os barcos. Sara escoitou a conversa entre dous vellos lobos de mar:
- Ai! A xente preocúpase demasiado. As previsións do tempo anuncian unha gran tormenta, pero a min paréceme que moita leria pero non vai ser tanta cousa como din.
- Xa, que tormenta nin que caracolas! ...
Sara esquecérase do can, e agora chiaba coma un paxaro.
- Carameliño, síntoo! Esquecérame de ti! -dixo Sara, abrindo a cestiña e collendo o can.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Clara

La noche anterior había visto un reportaje en la tele sobre un concurso de belleza. Cuando las chicas piensan en apuntarse, sólo tienen en mente lo bueno: conocer gente, desfilar, ser conocida en medio mundo, pasárselo genial por las noches hablando con las demás chicas,... Pero lo cierto es que a veces se olvidan de ir horas y horas sobre unos tacones de quince centímetros, dormir poquísimo porque tienen que estar hasta tarde en discotecas, cambiarse mil veces de ropa en un solo día, comer cosas que no les gustan, aprenderse varias coreografías en poco tiempo,...


A mí nunca me han gustado esas cosas. Como dicen en mi película favorita, la vida es un **** concurso de belleza tras otro: el colegio, el instituto, la universidad, el trabajo,...
Era una chica tímida y callada, con pocas amigas. Iba y venía del colegio con mi mejor amigo, Saul. En mi pueblo, las mañanas eran monótonas, y a todos nos gustaría quedarnos en casa al ver el cielo nublado amenazando lluvia. Al volver del colegio comía con mi hermana mayor. Tenía diecinueve años y trabajaba de camarera en un bar.

viernes, 13 de agosto de 2010

Así empezó todo...

Aquel día me había despertado con una sensación extraña, como si algo importante fuese a ocurrir. Me levanté, hice la cama y con un salto me planté en la cocina. Allí estaba, en la mesa, una taza de leche fría, el azucarero y tres galletas. Tres simples galletas. Las tres simples y habituales galletas que mi madre me dejaba en la mesa cuando me quería decir algo. Desayuné a la velocidad del rayo y fui a por el tarro de las tostadas.


Y allí estaba.
Un trozo de una hoja de libreta arrancada y escrita con prisa. "Cariño, te he apuntado en el concurso. Ha llamado Laura y ha dicho que te espera en el parque a las once y media. Se enfurecerá si llegas tarde. Pásalo bien. Te quiero."
Así empezó todo...

sábado, 7 de agosto de 2010

"-Buenas noches, soy Ángeles Villaverde."


Paseaba bajo la luz de las farolas, pensando en acontecimientos sin sentido, sucesos sin explicación, que habían transcurrido durante el día.
Vagaba por las calles, sin rumbo fijo. Mis oídos no captaban ningún sonido. El pueblo estaba envuelto en un aura de misterio, y un silencio sepulcral reinaba en él.
Decidí tomar la calle que llevaba al antiguo colegio privado.
Una calle muy poco comercial, con las fachadas de las casas grises, apagadas, sin alegría ni vida. Estrecha y ascendente, bordeada por muros de jardines descuidados y edificios tristes, era una de las calles más antiguas de la ciudad.
El antiguo colegio. Silencioso como siempre. Por la noche, ese lugar daba miedo. Asustaba. Aterrorizaba. No me sentía segura rodeada de silencio y oscuridad, por lo que decidí alejarme. El antiguo colegio. Una leyenda misteriosa se adueñaba de él desde hace muchos años.
Mis pasos apurados me llevaron a la Plaza del Ayuntamiento. Al norte, un pequeño parque; en el centro, una fuente dedicada a un ex-alcalde; al sur, la Torre del Reloj, que nos marca el tiempo con sus cansadas agujas; al oeste, el edificio del Ayuntamiento y al este, la oficina de las Dependencias Policiales.
Mi respiración parecía acompasada con los suspiros de la noche, los lamentos de los árboles. Una noche fría, de lluvia, de invierno. El entorno parecía más triste todavía con aquel silencio preocupante. Era tal, que podía escuchar mis propios latidos.
Notas perdidas de una guitarra llegaban a mis oídos. Provenían del quinto piso de un edificio cercano.
Me sobresalté. El reloj de la Torre dio las doce. Medianoche.
Me senté en uno de los bancos que estaban al norte de la plaza. Dejé a mi lado la chaqueta y observé alrededor. Oscuridad. Silencio. Noche. Soledad... ¿Soledad?
No.
Una silueta se hallaba en medio de la plaza, cerca de una de las farolas apagadas. Me levanté y la sombra, que debía haber estado de espaldas, se percató de mi existencia. Alzó la cabeza y se incorporó del pequeño muro de la fuente. Caminaba lentamente hacia mí cuando dejé de respirar. No sabía qué hacer, si echar a correr o caminar hacia la silueta desconocida. Ninguna de las dos cosas; me quedé clavada en el suelo, paralizada por el miedo. Cogí aire poco a poco mientras la sombra se aproximaba. Era una mujer de unos treinta años, alta y esbelta.
Vestía un abrigo negro de paño que le cubría hasta la rodilla. Sus zapatos de tacón resonaban en el suelo húmedo del parque. Un gorro, también negro, le cubría el pelo. Sus ojos eran de color verde esmeralda.
La desconocida se acercó a mí y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su pelo, negro como el azabache, recogido al estilo de los años 40.
-Buenas noches, soy Ángeles Villaverde.