sábado, 7 de agosto de 2010

"-Buenas noches, soy Ángeles Villaverde."


Paseaba bajo la luz de las farolas, pensando en acontecimientos sin sentido, sucesos sin explicación, que habían transcurrido durante el día.
Vagaba por las calles, sin rumbo fijo. Mis oídos no captaban ningún sonido. El pueblo estaba envuelto en un aura de misterio, y un silencio sepulcral reinaba en él.
Decidí tomar la calle que llevaba al antiguo colegio privado.
Una calle muy poco comercial, con las fachadas de las casas grises, apagadas, sin alegría ni vida. Estrecha y ascendente, bordeada por muros de jardines descuidados y edificios tristes, era una de las calles más antiguas de la ciudad.
El antiguo colegio. Silencioso como siempre. Por la noche, ese lugar daba miedo. Asustaba. Aterrorizaba. No me sentía segura rodeada de silencio y oscuridad, por lo que decidí alejarme. El antiguo colegio. Una leyenda misteriosa se adueñaba de él desde hace muchos años.
Mis pasos apurados me llevaron a la Plaza del Ayuntamiento. Al norte, un pequeño parque; en el centro, una fuente dedicada a un ex-alcalde; al sur, la Torre del Reloj, que nos marca el tiempo con sus cansadas agujas; al oeste, el edificio del Ayuntamiento y al este, la oficina de las Dependencias Policiales.
Mi respiración parecía acompasada con los suspiros de la noche, los lamentos de los árboles. Una noche fría, de lluvia, de invierno. El entorno parecía más triste todavía con aquel silencio preocupante. Era tal, que podía escuchar mis propios latidos.
Notas perdidas de una guitarra llegaban a mis oídos. Provenían del quinto piso de un edificio cercano.
Me sobresalté. El reloj de la Torre dio las doce. Medianoche.
Me senté en uno de los bancos que estaban al norte de la plaza. Dejé a mi lado la chaqueta y observé alrededor. Oscuridad. Silencio. Noche. Soledad... ¿Soledad?
No.
Una silueta se hallaba en medio de la plaza, cerca de una de las farolas apagadas. Me levanté y la sombra, que debía haber estado de espaldas, se percató de mi existencia. Alzó la cabeza y se incorporó del pequeño muro de la fuente. Caminaba lentamente hacia mí cuando dejé de respirar. No sabía qué hacer, si echar a correr o caminar hacia la silueta desconocida. Ninguna de las dos cosas; me quedé clavada en el suelo, paralizada por el miedo. Cogí aire poco a poco mientras la sombra se aproximaba. Era una mujer de unos treinta años, alta y esbelta.
Vestía un abrigo negro de paño que le cubría hasta la rodilla. Sus zapatos de tacón resonaban en el suelo húmedo del parque. Un gorro, también negro, le cubría el pelo. Sus ojos eran de color verde esmeralda.
La desconocida se acercó a mí y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su pelo, negro como el azabache, recogido al estilo de los años 40.
-Buenas noches, soy Ángeles Villaverde.

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