Aquella niña no tenía la habilidad de crear los vestidos más bonitos del reino, ni de hacer cuentas de matemáticas a la velocidad de la luz. Pero con tinta en pluma y pluma en mano, era capaz de escribir los versos más tiernos que jamás se habían leído. Transformaba palabras, simples palabras, en historias que narraban cosas irreales, describían reinos que no existían y contaban todo lo que se podía imaginar.
Aquella niña escribía porque le gustaba, por simple placer, por poder expresar lo que los ojos no pueden ver, lo que el cerebro no puede imaginar.
Las palabras eran su vida.
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