domingo, 13 de marzo de 2011

Cada mañana, a las nueve y media, se producía un hecho rutinario: su imaginación echaba a volar, escapándose del frío cielo de León. Pasaba las horas de clase girando su anillo de estaño en el anular derecho. Escuchaba sin demasiada atención a los profesores y nunca, nunca estudiaba. Los viernes por la tarde caminaba hasta su casa, cerca de la plaza de los cerezos. Los fines de semana estaba con su padre, un hombre mayor que trabajaba en la biblioteca municipal.

Vivía de la imaginación, de la fantasía, de los sueños, como todos. Su vida se basaba en leer, escribir y pasear. Odiaba su internado, y siempre decía que era una cárcel de niños. Le gustaban las novelas de misterio, los relatos de amor y la poesía, por este orden.
Era una joven sencilla, humilde y amable con todos, incluso con Clara, la persona más odiable del universo conocido. Adoraba la naturaleza; pasaba tardes de primavera viendo como los petirrojos picoteaban las migas del suelo, o acariciando cada pétalo que el viento arrancaba a los cerezos.
Había leído todos los libros de la biblioteca. Sólo su padre, la anciana Rosilda y ella habían conseguido hacerlo. Tenía alguno favorito, uno de ésos que lo lees hasta que las páginas se convierten en polvo.
Su sueño era vivir en una casita desde donde se oyera el mar, para intentar alcanzar el horizonte al asomarse a la ventana.

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