Lo peor son las mañanas.
Me despierto, busco su calor y, ¡bum! Él ya no está. Él ya no está conmigo. Las noches emborronan mi memoria, y me hacen pensar que mi vida comenzó cuando le conocí. Cada mañana, en cuanto abro los ojos, una realidad fría y dura me golpea el pecho y hace que me cueste respirar. A veces tengo tentaciones de suicidarme. No sería la opción correcta y yo no soy una cobarde, así que lo descarto rápidamente. Otras veces, mi cuerpo tiene más fuerza que mi cerebro y me dan ganas de golpear lo primero que se cruza en mi camino.
Pero, la mayoría de las veces, me quedo quieta en una esquina o junto a la ventana.
Y lloro.
Y tiemblo.
Y los dientes me castañean, y me muero de frío a pesar de los 18ºC de septiembre. Entonces viene ella. Sabe que no me gusta que haga tanto por mí, pero ella viene y me tapa con una manta. No me dice nada; a veces me abraza o se queda a mi lado, pero nunca pronuncia una sola palabra.
Tiene miedo de que cualquier cosa que me diga me recuerde a él y me ponga peor. Muchas tardes las paso sentada en un banco de la estación. Me siento, con una bufanda de lana tapándome la boca, la nariz y las orejas. La gente me suele mirar extrañada.
Pero mi cuerpo es demasiado débil como para aguantar el frío, y los huesos se me entumecen a los minutos de salir al exterior. Las lágrimas se congelan antes de caer por mis mejillas y decido regresar a mi hogar.
Y así todos los días. Cada despertar es una decepción. Y un golpe fuerte.
Porque él ya no está. Él ya no está conmigo.
(Siento mucho no actualizar esto más a menudo, pero el frío ha congelado mi inspiración y desde hace tiempo sólo me salen palabras tan tristes como éstas.)