domingo, 25 de septiembre de 2011

Cuando llegaban los días que Luna llamaba “de caramelo” (porque el cielo se ponía de color piruleta al atardecer), mamá cambiaba las sábanas de franela por las de algodón. Decía que de noche tendríamos mucho calor y que siempre tirábamos las mantas. Abend ya no dormía sobre el edredón, a mis pies. Prefería el suelo de azulejo blanco, que estaba fresquito. Un día, Luna preguntó por qué los deseos se piden soplando a los dientes de león. Mamá no lo sabía, y yo tampoco. Ni siquiera el abuelo lo sabía. Creo que nadie lo sabe. Simplemente se hace y ya está.

Todas las mañanas, Luna y yo salíamos al portal del jardín en pijama, despeinadas y descalzas para recoger la bolsa del pan que el señor Martín, el panadero, dejaba colgada en la puerta. A veces la hierba estaba mojada por el rocío y luego mamá decía que era normal que nos resfriáramos. Después subíamos a vestirnos y lavarnos. El agua estaba muy fría y Luna se escaqueaba a menudo de lavarse la cara. Abend nos esperaba al lado de la escalera y nos acompañaba el resto de la mañana cuando íbamos a pasear.
Pasábamos media mañana en el parque que está al lado del río, ése que tiene un montón de margaritas y dientes de león alrededor. Jugábamos en el columpio, hacíamos coronas con flores, metíamos los pies en el agua y bailábamos en la hierba. A mí me gustaba que Abend se tumbase en mi vestido y a él le gustaba que lo acariciase. Sus ojos verdes brillaban mucho más al sol, y hacían contraste con su pelo negro.
Papá nos llevaba a pescar los domingos. Me gustaba coger los gusanitos y ponerlos en el anzuelo, pero a la vez me daban pena. ¡Pobrecitos! ¡Seguro que duele un montón clavarse un anzuelo! A veces no pescábamos nada, pero nos lo pasábamos muy bien. Una vez, un pez muy muy grande casi tiró a Luna de la barca. Menos mal que papá es muy fuerte y la ayudó. Era una trucha y tenía escamas de colorines. Papá dijo que era una trucha arco iris, aunque yo no entiendo mucho de peces.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Los días no son lo mismo sin ti.
Ni siquiera el sol brilla con la misma intensidad, ni los niños corren y gritan tanto como antes. El panadero ya no me desea un buen día, quizás porque sabe que no lo tendré. Apenas salgo más allá del portal, y bajo sólo para recoger las cartas de Daniela. Las lágrimas se me congelan antes de caerse en el vacío tras deslizarse por mis mejillas.
Mi vida es ahora una película en blanco y negro, y el sonido de la lluvia golpeando las lápidas de granito se ha convertido en mi banda sonora. Han pasado ciento ochenta y tres días desde que duermo sola en nuestra cama. La casa carece ahora de aquella luz y aquel calor acogedor que tú aportabas.
Creo que sé lo que haré ahora: rendirme. Me quedaré aquí, tumbada, sobre los azulejos fríos y blancos como la nieve que se amontona a ambos lados de la puerta, y esperaré a que el aire deje de llegar a mis pulmones.




(Este verano he abandonado a mis caramelos azules y me he centrado muchísimo más en la fotografía (podéis comprobarlo en mi Flickr). Pronto veréis novedades y (bastantes) cambios aquí.)